El éxito según el Dios del Reino.

Por Roberto Castello
rcastello@donbosco.org.ar
¿Cómo se mide el éxito de un proyecto? ¿Qué significa la palabra “éxito” en un emprendimiento? Y cuando ese proyecto se trata del compromiso de Dios, que se aviene a la historia para transformarla, ¿cómo traducir las dinámicas del éxito?
Tal vez se puede pensar en dos lógicas que se mueven detrás de este “éxito”. Por un lado, las expectativas que se ponen sobre el camino que se inicia, o lo que se espera de un proyecto, o la esperanza que se pone en la otra persona. Y, al mismo tiempo, el modo en que se van cumpliendo las metas propuestas.
A simple vista, parecería que la forma que tiene Dios de pensar –y en definitiva de proponer– la plenitud humana en la historia, no tuvo éxito. El final de ese proyecto no habla de haber alcanzado los objetivos que se proponía. Pero es evidente, por el modo en que la historia y la fe vieron el acontecimiento de la muerte de Jesús, que la perspectiva desde donde nos paramos para leer el evento es parte de entender el éxito según Dios.
Las mismas expectativas ayer y hoy
La figura del mesías, y el modo en que se iba a hacer cargo de la historia, se maceró durante largos e intensos siglos. De hecho, el modo en que nace la figura personal del mesías responde a tiempos intensos, de fracasos – a lo largo de la historia– de los modelos legales y políticos, para entender el modo en que Dios se comprometía con su pueblo.
Al momento histórico de la aparición de Jesús, las miradas mesiánicas van desde estructuras religiosas legalistas, hasta los procesos más revolucionarios de la época. Entre estas expectativas, se encontraban también las del pueblo que sólo era depositario de la perspectiva religiosa de sus autoridades, y la mirada profética que ya había confrontado con la estirpe sacerdotal y conservadora.
El mismo Juan el Bautista, tenía una postura frente a lo nuevo, más radical frente a la corrupción de la monarquía y estructuras sociales, morales y económicas de su tiempo.
Para todas estas esperanzas, Jesús se convirtió en una decepción. Es tal impacto de la “reversión histórica” que hace, con su predicación y actitudes, que ni sus discípulos lo entienden (Lc. 7, 19 – 20; Lc. 24, 21…)
Desde aquí, pareciera que lo del mesías del Dios del Reino, se trata de un fracaso.
En el hoy, el éxito se mira con puntos de vista muy parecidos a aquellos tiempos. Vivimos en tiempos mediáticos, donde el estar bien o estar mal, depende de cuantos seguidores tengo. O de quién me sponsorea y cuantas marcas comerciales me acompañan.
También se mide la evaluación positiva de un plan, en el hasta dónde se ha podido implantar una idea, o un modo de pensar. Sin miedo a recurrir a la violencia o a la indiferencia, se puede saber si un modelo tiene éxito teniendo en cuenta las variables económicas o de influencia social y política.
En el ámbito eclesial, la dureza, la exigencia que se arranca del mérito, da el porcentaje de complacencia de lo que hago. Hasta donde soy doctrinal o legal, o cuanto me esforcé, como si la fe fuera un problema de musculatura, se vuelven parámetros cuantificables de santidad.
También aquí, el Evangelio es una decepción. Una muerte no se puede contar como premio, sino que suena más a derrota.
Los modos de Dios que contradicen la razón
Entre las alternativas que se presentan a la fe, la magia, el poder o el estatus, y el violentar la voluntad de Dios, son los caminos que hasta el mismo Jesús tiene que enfrentar. (Mt. 4, 1 – 11). En el proyecto que iba asumiendo a lo largo de su camino de fe, a Jesús se le presentaron estas posibilidades del modo de entender a Dios. O era la violencia juánica contra la corrupción (Lc. 3, 16), el derrotero milagrero que aseguraba seguidores (Jn. 6, 26 – 52), o la implantación del mérito como voluntad divina (Lc. 7, 47 – 50).
La angustia por entender la perspectiva del Reino llega a Jesús en el modo de última tentación (Lc. 22, 39 – 46). El huerto de los olivos expresa como última posibilidad que el camino sea otro al de la cruz. La desesperación sobreviene porque no se había entendido la mirada de su Padre, y la consecuencia lógica era el asesinato. Jesús no había tenido “éxito” en su praxis histórica.
San Pablo, en su traducción evangélica se enfrenta, también, a su propio modo de concebir el Reino mirando la cruz de Jesús. (1Cor. 1, 22 – 23). La cruz es un escándalo, y hay que resolver esta locura.
Predicamos a Cristo crucificado
Tal vez, sea el cambio de perspectiva lo que pueda resolver la pregunta del inicio de esta reflexión. En realidad, ¿se puede hablar de éxito en la predicación y en el camino de Jesús?
En la tradición hebrea siempre se contó con el premio o el castigo para identificar una vida de mérito o de fracaso. Pero al final de la historia antes de Jesús, un hecho histórico generó el caos en el razonamiento de fe. Los héroes del pueblo que habían defendido las costumbres hebreas, los macabeos, morían en manos del imperio griego. La muerte parecía más el castigo a los buenos, dejando a los corruptos sin pena. Esto les costó el modo de ver mesiánico y ya no pudieron explicar su fe en el Dios del éxodo, con las perspectivas del mérito. Dios les cambiaba la perspectiva del bien o del mal.
En la mirada del Evangelio, del mismo modo que había sucedido en el universo judío, la cruz cambia la forma de ver, ya no se trata de premios o castigos.
La cruz, entonces, no es el final de un proyecto, sino que es el camino, el modo “revolucionario” de entender el Reino (Gn 15, 5 – 18). Un modelo de entramado en la historia, que revoluciona hasta el mismo modo de entender el fracaso, el éxito, el premio o el castigo.
La cruz, entonces, no es el final de un proyecto, sino que es el camino y revoluciona hasta el mismo modo de entender el fracaso, el éxito, el premio o el castigo.
Dios elige la cruz para desterrar la idea de éxito, de mérito, de premio. Estas lógicas solo proponen perfección, y desde ahí, se desencadena la esclavitud a la realización auto-referencial que nos aleja de Dios y de los demás. Implota las formas de muerte teológica que nos deja sin el amor de Dios (Rom. 7, 7 – 25).
La pobreza, la enfermedad, la marginación no son castigos, así como tampoco la riqueza, el estatus, el poder son consecuentes al éxito o implican un premio.
La cruz da vuelta la historia y la mirada de la interpretación de la historia. La “estrategia” de Dios se hunde en las profundidades de las perspectivas perversas para invertirlas y generar un proceso de liberación que grita contra las ideologías y propone un proceso de humanización que ya no permite la exclusión, porque no existe la contrapartida de la inclusión. “Todos, todos, todos” somos parte. Solo porque es para los últimos, es que es para todos. Y ya no existen los incluidos que buscan incluir, porque ya no hay excluidos del patrimonio del Reino.
Ya no hay éxito, porque no pertenece a algunos, sino que se trata de que somos parte de una herencia común (Flp. 3, 20 – 4, 1).
Y para no sentir el sin sabor de no tener un mérito final, este es el éxito de esta historia, pertenecer todos y todas al proyecto de amor de Dios.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – ABRIL 2025