Dios no ama a medias, su amor es absoluto y se sella en la Pasión de su Hijo.

Por Juan Domingo Salinas Donoso //
jsalinas@salesianos.cl
En la cruz Dios mismo mendiga el amor de sus criaturas:
tiene sed de cada uno de nosotros¹
El amor, cuando es verdadero, siempre implica una entrega. No hay amor sin donación, sin sacrificio, sin cruz. En nuestra experiencia cristiana, la cruz no es un símbolo de derrota, sino, muy por el contrario, es la manifestación suprema del amor. “El amor crucificado”² es la expresión que ilumina este misterio y nos invita a entrar en él con todo nuestro ser. Es un amor que duele, que se ofrece sin reservas, que no busca ser comprendido sino vivido.
Un amor que se entrega sin medida
En el camino de la cuaresma, el amor crucificado se nos presenta como un llamado a vivir el evangelio en su radicalidad. No se trata de un amor superficial o sentimental, sino de un amor que asume el dolor y la entrega total. Como se menciona en el libro El camino pascual que “el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”³. El amor de Dios no es una idea abstracta, sino que va más allá, se ha hecho carne y ha pasado por la cruz para ser plenamente real en nuestras vidas.
El amor de Dios no es una idea abstracta, sino que va más allá, se ha hecho carne y ha pasado por la cruz para ser plenamente real en nuestras vidas.
Este amor no espera recompensa, no busca reconocimiento, no se aferra a sí mismo. Es el amor de Cristo que, colgado en el madero, mira con misericordia a quienes lo crucifican y pronuncia palabras de perdón. En este amor aprendemos que la entrega no es pérdida, sino plenitud. Dios no ama a medias, su amor es absoluto y se sella en la Pasión de su Hijo, porque “la idea central de Dios sobre el hombre es el amor”⁴.
Amar de esta manera es ir contra la lógica del mundo. Nuestra sociedad busca un amor sin esfuerzo, sin renuncia, sin cruz. Pero la cuaresma nos recuerda que el amor verdadero es aquel que es probado en el fuego de la entrega. No hay resurrección sin cruz, no hay gloria sin sacrificio. La cuaresma nos invita a recorrer el camino del amor crucificado, a seguir a Cristo hasta el final.
El Viernes Santo: la cumbre del amor crucificado
El clímax de este amor se encuentra en el Viernes Santo, cuando Cristo, en su humanidad herida, nos muestra hasta dónde llega el amor divino. No se baja de la cruz, no responde al mal con violencia, sino con una entrega que desarma. Su amor crucificado es un amor que no se impone, sino que se ofrece como don. En la cruz, el amor de Dios se vuelve visible y concreto, es “la abundancia —la Cruz— el verdadero signo del Hijo”⁵.
El Viernes Santo nos sitúa ante el mayor misterio del cristianismo, un Dios que muere por amor. La cruz no es un accidente en la historia de Jesús, sino que es la culminación de su misión. Desde el primer momento de su vida pública, su camino estuvo orientado hacia la cruz, porque en ella se revela el amor absoluto.
En la cruz, el amor de Dios se vuelve visible y concreto
Cuando levantaron a Jesús en la cruz, no solo se levantó su cuerpo, sino que se elevó el amor a su máxima expresión, “el corazón del amor es la cruz, el perderse con Jesús”⁶. Contemplar la cruz de Cristo es mirar el corazón del Padre. Es descubrir que el amor que salva no es el que domina, sino el que se deja quebrar por la humanidad. Es entender que el amor auténtico no teme al sufrimiento cuando se trata de dar vida.
El amor crucificado no es una teoría, es una realidad que interpela. En el Viernes Santo, Jesús nos muestra que amar significa darlo todo, sin reservas. Su amor nos redime porque es un amor total, sin condiciones. Y nos invita a amar de la misma manera, a cargar con nuestra cruz y seguirlo (Lc 9, 23).
Vivir el amor crucificado
Vivir el amor crucificado significa asumir el Evangelio con todas sus consecuencias. No es solo un ideal, sino una forma concreta de vida. Se traduce en el perdón cuando duele, en la generosidad cuando cuesta, en la fidelidad cuando el camino parece oscuro.
La cuaresma nos prepara para hacer nuestro este amor, para dejar que transforme nuestro corazón y nos haga capaces de amar como Cristo. Porque, al final, solo el amor crucificado es capaz de dar vida eterna. Y la cruz, lejos de ser un final, es la puerta de la resurrección.
La invitación que nos hace la iglesia en este tiempo litúrgico es clara, es acompañar a Cristo en su camino hacia la cruz. No como espectadores lejanos, sino como discípulos que aprenden de su maestro. “Quien quiera seguirme, que tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23). Esta llamada no es una metáfora, sino un proyecto de vida.
El amor crucificado nos desafía a preguntarnos, ¿hasta donde estamos dispuestos a amar? ¿Nos conformamos con un amor a medias, o queremos entregarnos sin reservas? Jesús nos ha mostrado el camino. Solo en la cruz el amor se hace eterno. Y sólo quien ama así, descubre el verdadero sentido de la vida.
- Benedicto XVI. Mensaje para la Cuaresma 2007 (21 de noviembre de 2006). Recuperado 31 de marzo de 2025, de https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/messages/lent/documents/hf_ben-xvi_mes_20061121_lent-2007.html
- Ratzinger, J. (2005). El camino pascual: Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II (2a. ed). Biblioteca de Autores Cristianos. Pág. 29
- Ibid. Pág. 37
- Ibid. Pág. 30
- Ibid. Pág. 56
- Ibid. Pág. 28
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – ABRIL 2025