Un viaje inolvidable

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 En tren, con el joven Luis, Don Bosco recorre toda América del Sur.

Por: Luis Timossi, sdb

ltimossi@donbosco.org.ar

El conde Luis Antonio Fleury Colle y su esposa María Sofía, vivían en Tolón, Francia, desesperados por la salud de su único hijo Luis, de 16 años. En febrero de 1881 Don Bosco visitaba Marsella. Le rogaron que fuera a “curar” a su hijo que se agravaba. Al fin, Don Bosco accede. Lo encuentra postrado. Descubre en él un alma elegida –“un San Luis”, dirá él– y logra prepararlo para el cielo. Un mes después recibe la noticia de que había muerto.

Es muy asombroso, pero en numerosas oportunidades –¿visiones?– Luis se le presenta revestido de sobrehumana belleza, rodeado de luz como la del sol. Le dice que se encuentra muy feliz en el cielo. Don Bosco transmite estos mensajes consoladores a sus padres que, prontamente, se convierten en Salesianos Cooperadores, insignes benefactores de todas sus obras, especialmente de las misiones. 

En este sueño misionero que meditamos, quien lo acompaña y guía es precisamente Luis Colle, con quien Don Bosco dialoga amigablemente todo el tiempo y de quien él mismo   había escrito la vida, como modelo a ser imitado por los jóvenes.

La compañía de este joven, carga a este sueño misionero de misterioso y sobrenatural asombro, ¡los jóvenes también son sus maestros! 

El juego de la cuerda y los meridianos

Don Bosco se encuentra en una sala –más tarde se dará cuenta que estaba ubicada en América del Sur– rodeado de gente desconocida que está hablando sobre tribus indígenas de los distintos continentes. Sobre una mesa hay una cuerda numerada y con nudos que se referían a los paralelos. Luis le va haciendo tirar de la cuerda y, partiendo del “0” van apareciendo el “20” el “47” el “55” … 

“Desde el primer cero hasta el número 55, era una extensión de tierra inmensa, que después de un estrecho mar, al fondo se dividía en cien islas, de las que una era mucho mayor que las otras. (…) Mi joven amigo añadió: ‘Pues bien, esas montañas son como una orilla, como un confín. Desde aquí hasta allá se extiende la mies ofrecida a los salesianos. Son millones de habitantes que esperan su auxilio, que aguardan la fe. Dichas montañas eran la Cordillera de los Andes de América del Sur y aquel mar el Océano Atlántico’”.

Simultáneamente va descubriendo la variedad de sus habitantes y los preciosos tesoros que esas tierras encerraban en su seno: “carbón, petróleo, hierro, plata, oro, donde fueron colocados por las manos del Creador en beneficio de los hombres”.

“Sin saber cómo”, comenta Don Bosco, “me encontré en una estación de ferrocarril. Subimos al tren”. Salieron del puerto de Cartagena, Colombia, el tren tomó velocidad. “Yo miraba a través de las ventanillas y veía desfilar ante mí diversas y estupendas regiones. Bosques, montañas, llanuras, ríos larguísimos y majestuosos…”. 

“Mi mirada adquiría una visibilidad asombrosa. No encontraba obstáculos para llegar hasta el límite de aquellas regiones. No sé explicar cómo se verificaba en mi vista tan extraordinario fenómeno. A medida que yo me fijaba en un punto y este punto pasaba delante de mí, era como si se fuese levantando sucesivamente diversos telones, tras los cuales contemplaba distancias incalculables”.

Don Bosco va pasando por todos los Países de América del Sur y llega hasta el Estrecho de Magallanes, y ve Punta Arenas. El tren va haciendo diversas paradas, pero él y el joven Luis continúan el viaje. En un momento Don Bosco le dice: Ya he visto bastante, ahora muéstrame a mis Salesianos”.

‘¿Cómo hacer para que los higos verdes maduren?’

Con el mismo tren viajaron de regreso. Pararon en un “pueblo bastante grande. ‘Bajé del tren y me encontré inmediatamente con los Salesianos. Había muchas casas y gran número de habitantes; varias iglesias, escuelas, varios colegios para jovencitos, internados para adultos, artesanos y agricultores y un dispensario de religiosas que se dedicaban a labores diversas’”.

Los salesianos eran muchos, pero no conocía a ninguno. “Todos me contemplaban maravillados, y yo les decía:  ‘¿No me conocen? ¿No conocen a Don Bosco?’. ‘Sí, sí, lo conocemos de fama, pero nunca lo vimos personalmente’. ‘¿Y don Fagnano, don Costamagna, don Lasagna, don Milanesio, dónde están?’. ‘Nosotros no los conocimos. Son los que vinieron aquí en los tiempos pasados, los primeros salesianos que llegaron de Europa a estos países. ¡Pero han pasado ya tantos años después de su muerte!’”.

‘¿Quiere ver el viaje que ha hecho?’, me dijo el joven Colle. Entonces extendió aquel mapa en el que estaba dibujada con maravillosa exactitud toda América del Sur.

Emprenden el regreso. “El tren entre tanto se acercaba al lugar de donde habíamos salido. ‘¿Quiere ver el viaje que ha hecho?’, me dijo el joven Colle. Entonces extendió aquel mapa en el que estaba dibujada con maravillosa exactitud toda América del Sur. Aún más, allí estaba presentado todo lo que fue, todo lo que es, todo lo que será aquella región, sin confusión alguna, sino con una claridad tal que de un solo golpe de vista se veía todo. Mientras contemplaba aquel mapa, me desperté. El sueño había durado toda la noche”.

A lo largo del recorrido, Don Bosco se preguntaba continuamente: “¿Cómo hacer? ¿Cómo evangelizar a tanta gente? ¿Cómo hacer para que los higos verdes –que le obsequiaron en un momento del viaje–, maduren?”.

Con la dulzura de San Francisco de Sales, los Salesianos atraerán hacia Cristo los pueblos de América”.

Al final del relato, él mismo concluye con estas palabras: “Con la dulzura de San Francisco de Sales, los Salesianos atraerán hacia Cristo los pueblos de América. Será empresa dificilísima moralizar a los indígenas; pero sus hijos obedecerán con toda facilidad las consignas de los misioneros…”. 

La estrategia es siempre la misma, válida también para nosotros hoy: el modo de testimoniar el amor de Dios es la amoverolezza, que lleva a los jóvenes hacia Jesús.

BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – ABRIL 2025

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